La pantalla de mi cámara quedó obstinadamente negra. Cambié opciones, moví ISOs, toqué
en lugares, tratando de convencerla de enfocar y usar la apertura para el lugar más claro
o más oscuro de lo que yo sabía estaba ahí.
Pero seguía negra. Y ahí tuve un disenso, una opinión contradictoria, que tal vez no había
un árbol claro y verde, que el cielo no estaba lleno de nubes naranja, que todo era negro,
carente de estrellas, vacío de árbol, vacío de nubes.
Puse mi mano por encima de la cámara, esperando ver algo, un rastro, y sólo había un rectángulo
de oscuridad separando mis dedos de mi brazo, tan vacío como antes, riéndose de mí
sin expresiones.
Porqué era tan negro, si yo veía, si había lámparas iluminando, y yo veía, y veía un árbol.
La cámara funcionaba. ¿Que hacía yo, junto al río, a las 4 AM, un martes, acostado en un banco,
mirando para arriba, con una cámara?
Uno espera que sus sentidos funcionen. Espera percibir lo que está, y no percibir lo que no.
Espera ver realidad y no ver lo irreal, escuchar cosas, y no escuchar no-cosas, tocar
verdades, oler mierda.
Qué pasaría si tuviera dos sentidos, dos visiones, y no estuvieran de acuerdo, si no
supiera en cual confiar, cual está bien, cual es verdad. Que pasaría si la cámara
tuviera razón y mis ojos no, si en vez de ver estuviera imaginando, si la verdad fuera
vacía, si no hay árbol, si el cielo es negro.
Puse el flash, y la horrenda foto me convenció de, algún día, comprar una cámara como la
gente, y de no olvidarme el remedio de la gastritis cuando voy de vacaciones a lugares
aislados.